Botón de WhatsApp

Despabilando amebas

“No guardar nunca
souvenirs de un crimen”

Sarah Kane


Ramón con los brazos cruzados y las piernas sobre el mostrador, miraba —cabeceando de sueño— la pequeña y gastada televisión donde un documental de amebas se movía somnoliento. Era martes, su día de guardia en la comisaría de un pueblo en el que a las tres treinta de la mañana hasta los ladrones roncan; obviamente, a Ramón, a esas horas, no le quedaba más tarea que luchar recostado sobre la silla, contra la caída de su cabeza.
Se sobresaltó al escuchar el golpe de la puerta de entrada; los ojos grandes se le abrieron y faltó poco para caerse al suelo del desequilibrio. Ella, con zancadas terminantes, cruzó la sala de entrada. 
Las amebas del documental miraron con envidia el movimiento rápido con el que Ramón se puso de pie, como si quien hubiera entrado fuera el mismísimo demonio o el Comisario General Don José Atuel — que, para el caso, era lo mismo—; tiró de la camisa de su uniforme para volverla presentable y se acomodó el nudo de la corbata con apuro. 

-Buenas no…- intentó decir Ramón, pero la mujer no lo dejó terminar de saludar.
-Así no se puede y yo vengo a denunciarlo. Porque la ley es la ley, buen hombre, porque si usted o cualquier estuviera en mi lugar, también lo haría. Porque no es cuestión de que una tenga que seguir soportando tales avasallamientos y que el otro, como pancho por su casa, siga como si nada, vivito y coleando.
Entonces yo me dije: “hasta aquí llegaste querida, hasta aquí, llegaste” y dejé el guiso. Sí, porque fíjese que para mí, nunca es tarde para cocinar. Y fue justamente mi cocina la que me llevó a pensar en “su” cocina. No la suya Señor, que ni falta hace que la conozca, sino, en la de él ¿comprende? Porque fíjese que la cebolla que yo estaba picando, me recordó que no todas las cebollas son tan simpáticas como las mías —y ni le cuento de lo amistosas que son mis cucharas, siempre reflejándome más joven de lo que soy— fíjese usted, que estando ahí en mi propia cocina, otra vez me vino su recuerdo a los pensamientos y no solo eso; no-señor, no sólo eso. Automáticamente, pensé en su cocina y entre platos, cucharones y sartenes tomé la decisión: “hasta aquí llegaste querida, hasta aquí, llegaste”.
Entonces, dejé la torta de cebollas a fuego lento y me puse esta bufanda. ¿No es bonita?, la tejí yo misma, es punto inglés, fíjese, uno al derecho y uno al revés —dijo Elena poniendo la punta de su bufanda en la nariz de Ramón quién atónito, notó como todo el hall desaparecía para ser “al derecho y al revés”, lana verde y marrón holandés.
-si me dice su nom…- quiso replicarle Ramón apartando la bufanda de su cara, pero ella, ni siquiera, lo escuchó.
-igual, poco importa el punto inglés, salvo que usted quiera tejer una bufanda. Mire que yo gustosa le enseñaría, porque si hay algo lindo es tejer bufandas. Uno siente que le gana al tiempo y que construye segundos suaves. Porque claro, hay quien teje como respira, pero cuando yo tejo, es otra historia. Yo tejo dotando a la bufanda de ternura, porque a mí, a mí me gusta que quién abrigue su cuello con una de mis bufandas, lleve mis caricias como un arcoíris en la garganta, ¿vio? Entonces, yo le decía, vengo a denunciarlo.
Bueno, en realidad no a denunciarlo a él, sino, a denunciar a su cocina. Porque él entra en su cocina —me refiero a su cocina de él, no a la suya buen hombre, que no tengo ni idea de cuan maligna es su cocina— iluso totalmente él, entra a su cocina, yo me lo imagino, y ella, ella a diferencia mía puede estar ahí para mirarlo. ¿Debería cambiar mi denuncia para denunciar a mi ausencia?
-mire si usted…- contestó Ramón, pero nuevamente, ella siguió.
-sería tonto denunciar a mi ausencia, porque mi ausencia estaría ausente en mi denuncia, ¿no? Sino, sería una ausencia presente. ¿Puede mi ausencia ser presente? Bueno, ¿cómo puedo saber yo, si mi ausencia es presente, si cuando quiero ausentarme estoy presente para darme cuenta? ¡Que lío! —dijo Elena agarrándose la cabeza como si fuera un globo a punto de explotar—Mejor denuncio a su cocina, sí; definitivamente aquí, el problema, es su-cocina. No la suya, comisario, la de él, ¿me entiende?
Elena sin avisos, dio cuatro zancadas para atrás, asustando a Ramón quién arqueó las cejas desconcertado.
En el medio de todas las baldosas del lugar, Elena, planchó los pliegues de su falda, se acomodó la bufanda, su mano izquierda se apoyó en su cintura y su derecha presionó su ceño como quien piensa buscando concentración. Ramón que la miraba en silencio —como quien espera que el actor comience la obra—, se sobresaltó cuando ella gritó: -¡Yo denuncio a tu cocina!
Elena hizo silencio, poniendo sus dos manos sobre su pecho como quien sostiene algo frágil. Ramón pensó que le daría un ataque ahí mismo a la mujer y estaba por decirle que se calme, cuando con una voz suave, cuerda y de lo más dulce dijo:

Tu heladera no sabe
de las costuras de tibieza 
que se esconden en el perfil de tus pestañas.
Tus cucharas no saben,
de la suavidad que habita 
en el lóbulo de tu oreja.
No sabe tu canilla, 
del perfume de tu sonrisa, 
ni del río de tus pies descalzos.
Tus alacenas no saben de mi corazón 
almacenándose en el más pequeño de tus besos, 
ni siquiera saben tus latas de tomates,
de las palabras que te digo en silencio 
cuando hablas.
Tu mantel no sabe 
de caer en tu abrazo como hoja, 
como hurón dormido. 
Tus sartenes no saben de mi alma
palomita de maíz 
saltando, en la alegría de tu llegada.
No sabe tu orégano 
del flotar de mis pupilas, 
rascando tu espalda.
Nada en tu cocina, mi vida, sabe 
de mis artes culinarias para amarte.

Elena bajó la cabeza como agradeciendo los aplausos de un público inexistente.
-¿tomó nota?- le preguntó con entusiasmo y curiosidad a Ramón 
Ramón que no podía salir de su asombro, contestó categórico luego de dos segundos.
-déjeme terminar lo que le voy a decir. Esto es una comisaría señora, y si usted no tiene pruebas de robo o asesinato, no puede entrar aquí con su bufanda a despabilarme a las amebas. Sin pruebas, no hay causa ¿comprende?
Elena lo miró frunciendo los ojos como quien mira con desconfianza, pensando la mejor respuesta.
-«¿Sin pruebas, no hay causa?»… En ese caso…-contestó con aire de superada- ¡aquí tiene!
Ramón sintió en sus manos la vibración seca del golpe en la madera. El ruido del choque hizo eco en toda la comisaría.
Con un movimiento fugaz —que fue el puesto número de envidia para las amebas—, Elena le dio la espalda a Ramón tirando para atrás su bufanda, cual diva hollywoodense arroja su chal sobre la cara de un amante desairado. El partir de su silueta dejó la comisaría en un silencio absoluto, como si nada hubiera pasado.
Ramón se sentó exhausto, estiró las piernas y se acomodó en la silla para seguir con su no tarea.
Eso sí, ni las amebas ni Ramón pudieron dejar de mirar de reojo, el corazón de Elena, palpitando sobre la madera del mostrador.

Deja un comentario